Capítulo XI
El hijo del hombre juega con los hijos del lobo
El Blanquino había servido bien al jefe de los lobos y había salido vivo. Había sido el primero en atravesar los claros y mostrarse en los calveros, en asomarse a la cuerda e incluso en darse a ver ante las presas para que huyeran hacia donde estaba preparada la emboscada o para que se amontonaran en un círculo de cuernos, como hacen las hembras de los uros con los chotos en el medio o presentando las grupas y los cascos al igual que las yeguas resguardan a los potros. Sabía ya el Blanquino que es difícil romper la defensa de las vacas y es más fácil que los caballos, fiados a su rapidez, se decidan a emprender la huida a galope. Eso es bueno para el lobo, porque el potro no corre lo mismo que la yegua y su resistencia es siempre menor que la de la manada que los caza.
El lobo joven se había convertido en adulto. En verano, sin su espesa borra, siguió pareciendo un destartalado y delgaducho aprendiz de lobo, pero cuando asomó su tercer invierno, con toda su pelambre al completo, su imagen se convirtió en mucho más poderosa y compacta. Y no sólo en apariencia. El Blanquino únicamente se sometía al líder, al gran lobo del Badiel. Porque ante ningún otro cedía, y eran los demás quienes ante él mostraban sumisión y le otorgaban preferencia en el turno ante el cadáver de las presas. A todos menos al jefe había tenido echados boca arriba y ofreciendo el cuello entre sus patas rígidas y les había hecho recoger la cola ante la suya erguida.
Sólo ante el lobo del Badiel había de retirarse en el festín sobre la pieza muerta o esperar a que el otro acabara de revolcarse para impregnarse de su olor en los restos de una carroña corrompida. Era él quien bajaba el rabo y amusgaba las orejas y el otro quien enseñaba los dientes. Pero había servido bien a la manada y había permanecido vivo. Tenía un sitio entre los lobos que habían destruido a la manada del Tallar.
Pero cuando, con los primeros copos de nieve, llegaron los efluvios del celo de la hembra, el macho del Badiel, el matador de su padre, convirtió lo que antes había sido la normalizada aceptación de su poder en una continua y exasperante tortura y persecución. A cada paso imponía y exigía su sumisión y le obligaba a arrastrarse ante él para que el resto de la manada, los machos y las hembras, entendieran que nadie podía ni siquiera responder a su gruñido.
El del Badiel no dejaba de vigilar ni un instante al hijo del Tallar, a quien presentía como la amenaza mayor a su jefatura. Estaba siempre pendiente de su menor movimiento, lo acosaba por cualquier motivo, no soportaba su cercanía y le obligaba a separarse más que a cualquiera de los otros de su lado, y si por una casualidad quedaba cerca de la loba reproductora, se le venía encima como una furia y él tenía que rodar espalda contra el suelo para calmar su ira y evitar su dentellada.
El Blanquino aguantó lo que pudo, pero el del Badiel quería a toda costa forzar el combate. Antes de aparearse y criar a sus cachorros quería expulsar a aquel rival posible. Deseaba dejar clara su supremacía, pero aún más quería ahuyentarle lejos de su cubil y alejarle de su hembra y de sus crías. Lo persiguió de tal modo que logró que el otro acabara revolviéndose y plantara por un instante cara ante el insoportable acoso.
Aquello era lo que el viejo macho estaba esperando. Se lanzó como un verdadero torbellino, casi sin aviso alguno, contra él. La experiencia y el vigor del jefe eran claramente superiores. En un instante, el Blanquino había rodado por el suelo y recibía dentelladas por todas partes. Comprendió que tal vez la sumisión no fuera en esta ocasión suficiente y tuvo claro que su única salida era la huida. Como pudo se zafó de la presa del otro y maltrecho emprendió la fuga. Se retiró a prudente distancia durante el resto del día y cuando comenzó la cacería nocturna pretendió reintegrarse a la manada. Pero el del Badiel lo estaba esperando. De nuevo se abalanzó contra él y el Blanquino entendió, con una nueva herida y más sangre manchando su pelaje claro, que aquélla ya había dejado de ser su manada y que no tendría otro recibimiento que el del colmillo del lobo que degolló a su padre.
Así es cómo, al inicio de su tercer invierno, el lobo de tres años, recién llegado a su madurez, comenzó a vagar solo. Su deriva normal fue alejarse de los habituales lugares de campeo de su anterior manada. Ésta, por su origen, deambulaba más allá de los llanos en alto, y aunque ocupaba la cuerda de los montes, el Tallar y las costeras de las fuentes, a causa de su recelo a los hombres de Tari, rara vez se descolgaba hacia el robledal del Chorrillo desde el que se daba vista a la Roca donde se asentaba el poblado humano. Casi nunca llegaba al río, y fue hacia allí hacia donde se dirigió el lobo desterrado.
Cazar es muy difícil para un lobo solitario. Por fortuna, no habían llegado aún del todo el hielo y la nieve y, amén de alguna presa menor, no le hizo ascos a frutos y bayas. Madronas, moras y hasta escaramujos pasaron a ser parte de su dieta, al igual que todo tipo de carroña que se topara. En ella y en cualquier olor fuerte que hallara a su paso se revolcaba con fruición. Así, su olor se camuflaría cuando acechara a sus presas, que pasaron a ser más liebres que ciervos, más conejos que corzos e incluso un zorro joven y descuidado acabó un día en su estómago, que, casi siempre, estaba semivacío o desierto del todo.
Y ya fuera porque el territorio en que se estableció, lejos de la manada del Badiel, era el más frecuentado por las partidas de caza de los hombres de Tari o porque en alguna ocasión pudo aprovechar el sobrante de alguna de sus presas, lo cierto es que empezó a coger el hábito de vigilar a los cazadores de la Roca y permanecer en las cercanías de sus campamentos en campo abierto. Muchas noches les observó encender sus fuegos, agazapado en las sombras. Conocía muy bien el olor del joven de Tari, el que siempre llevaba un venablo en la mano y caminaba tantas veces el primero de la fila, y era su huella la que más veces seguía.
Los hombres también se fijaron en la presencia casi continua del animal. Y el que llevaba la cicatriz de los colmillos de un lobo en su antebrazo sabía bien quién era aquel lobo de pelaje claro y más de una vez se quedaba mirando aquel extraño trote suyo al alejarse, para luego, a prudente distancia, pararse y quedarse mirándole fijamente con aquellos ojos oblicuos y amarillos que había visto brillar en ocasiones y muy cerca del círculo de su hoguera.
Pero observarse fue lo único que hicieron hasta que sucedió lo de la yegua. Tras aquello y la comida compartida, la relación se hizo mucho más intensa. El lobo blanco aguardaba la salida del joven de Tari. Lo esperaba y lo seguía, y para el esbelto cazador se hizo costumbre mirar atrás o hacia los lados hasta descubrir la furtiva silueta, que cada vez se mostraba un poco más cercana y confiada, del lobuno acompañante de sus expediciones y correrías.
Entró finalmente con toda su crudeza el invierno y fue en la nieve cuando el hombre y el lobo comenzaron a cazar al lado. Pero aún no cazaron juntos.
El lobo seguía las partidas de los hombres y éstos observaban el deambular del lobo. No tardaron en darse cuenta de que éste no sólo se adelantaba a ellos en saber dónde se encontraban las presas, sino que señalaba con absoluta certeza siempre el rumbo por el cual habían huido. Así que algo cambió, y fueron ellos quienes comenzaron a seguir, con su joven guía a la cabeza, las evoluciones del animal.
Éste solía esperarlos a cierta distancia de la Roca, y cuando comprobaba que el hombre de Tari era de la partida, se mostraba con mayor confianza y comenzaba a seguirlos, pasado un punto que el lobo estimaba como el adecuado por su lejanía del poblado o porque se adentraban ya en territorio donde podía comenzar a rececharse una presa, el lobo se ponía delante y de alguna manera indicaba el rumbo a seguir a los hombres. Éstos se acostumbraron también a algo que nunca dejaba de hacer el joven de Tari desde el día que alanceó la yegua: separar siempre un trozo de la presa que habían capturado para que lo aprovechara el animal, aun cuando éste no hubiera participado en el definitivo acoso y captura de la presa abatida. Porque el Blanquino se limitaba casi siempre a mostrar la caza. Mostraba y esperaba. Así lo hizo, hasta que un día una nueva presa volvió a huir herida. El lobo emergió en aquel instante de algún lugar donde había permanecido oculto y guió a los hombres por la huella de sangre primero, que ellos mismos podían rastrear, pero luego, perdida aquélla al taponarse la herida tras revolcarse la res en un barrizal, y ayudado por su olfato, los condujo hasta el intrincado lugar donde se había refugiado y caído muerta.
El joven de Tari comenzó a pensar en el lobo como un compañero más de cacería y, si tardaba en aparecer, se desasosegaba y retardaba incluso el paso hasta que el animal daba muestras de su cercanía. Entonces, y sólo entonces, le parecía que comenzaba en verdad la batida.
Al regreso, el Blanquino solía seguirlo, pero nada más que un trecho. Cuando avistaban Tari, el animal desaparecía.
Notó igualmente el hombre que el lobo era mucho más reacio a seguirlos si se dirigían hacia las faldas de los montes, bien fueran del Tallar, de las Casqueras, de las Matillas, los Chorrones, las Cárcavas Blancas y hasta incluso las casi nunca frecuentadas laderas alrededor de Nublares. Se mostraba mucho más furtivamente, como si quisiera esconderse. Comprendió que el animal tenía en esos territorios miedo a toparse con los lobos de la otra manada y que éste le resultaba casi insuperable si ascendían a los llanos en alto.
Pero acabó por superarlos ambos y poco a poco adquirió una mayor seguridad. Hasta pareció comenzar a mostrarse con mayor confianza e incluso con un cierto aire de desafío. Y el hombre volvió a comprender los impulsos del lobo. Al ir con la partida de cazadores humanos, el proscrito, expulsado de su manada, se sentía arropado y más fuerte, hasta para penetrar en el corazón del territorio que consideraba enemigo.
Además, un factor se unía al anterior para acabar por resultar decisivo. Los hombres cazaban de día y el lobo había variado sus pautas al empezar a cazar junto a ellos. Por el día los lobos dominantes de la manada del Badiel no se mostraban, y el Blanquino, en cierta forma, se atrevía en compañía de los humanos a violar su territorio. Tanto fue así que el hombre empezó a detectar cómo el cada vez más crecido animal comenzaba a dejar sus marcas sobre las de los badielinos, a señalar con su orina montículos, plantas y veredas, y a extender en los senderos y las cuerdas venteadas que tanto gustan a los lobos sus excrementos y los arañazos de sus zarpas. El Blanquino, apoyado en el día y en Tari, volvía a reclamar de cierta forma su territorio. Y tras aquel recelo primero a ir hacia aquella parte del cazadero, luego era claro su alborozo cuando los hombres tomaban aquella ruta.
Pero la noche volvía a poner, con el regreso de los hombres al poblado, las cosas en su sitio, y el lobo desterrado, consciente de su inferioridad y debilidad, se retiraba a terreno más seguro bajo la protección, también para él, de la cercanía de la Roca.
El hombre de Tari y sus compañeros de caza se acostumbraron muy pronto a la continua cercanía del lobo. Pero un día el hombre se quedó sorprendido. Al principio creyó que le engañaba su vista y que se había confundido, pero después acabó por comprobar que no, que su primera impresión resultaba ser cierta. Eran no uno sino dos lobos los que, hurtándose entre los matorrales, flanqueaban su marcha. Y no tardó en comprobar que el Blanquino estaba acompañado de una joven loba.
El lobo había logrado atraerla. Fruto de su mayor seguridad tras sus correrías al lado de los hombres, se arriesgaba en sus campeos nocturnos por las lindes de la manada dominante. Había llegado a su edad adulta y a su madurez sexual. Dentro de la manada y sometido al líder, ésta hubiera permanecido soterrada bajo los códigos de dominio y reproducción establecidos. Pero alejado de ella, el celo más potente había despertado y el lobo buscaba pareja. Por ello marcaba, cuando se infiltraba en compañía humana en el territorio de la manada del Badiel, su presencia, y su olor no ofrecía dudas de sus ansiosas intenciones.
La joven loba de apenas dos años encontró en algún momento algunas de aquellas señales que el macho proscrito había dejado y que el lobo dominante de su clan no había borrado y cubierto con las suyas. Éste se encontraba ocupado en todo el cortejo a su compañera y en aquellos momentos la manada se hallaba en muchas ocasiones desperdigada mientras el macho y la hembra dominantes se entregaban a sus juegos sexuales y a sus cópulas, alejados del resto de los machos y de las otras hembras.
Una noche, el lobo del Tallar, tras haber dejado a los hombres que se refugiaban en Tari, se arriesgó a adentrarse en el territorio ahora enemigo y a ir subiendo hacia las fuentes, dejando señales de su paso y buscando las de cualquier hembra. La hembra joven las encontró y, más curiosa, fue poco a poco derivando en su recorrido hasta toparse con el Blanquino en las cercanías de la fuente del Roble y la Vid. El lobo del Tallar, tras zalemas, brincos, cabriolas, sufrir regaños y aparentes mordiscos, consiguió despertar su interés y que finalmente le siguiera. Así la fue bajando por el robledal hasta lograr que al amanecer estuviera bastante lejos de los recorridos habituales de su manada y mucho más cerca de Tari. Los dos lobos sestearon aquella mañana en los carrizos bajo la fuente del Chorrillo y vieron venir a las mujeres a recoger agua. La inmovilidad tranquila del macho hizo que la hembra también permaneciera quieta y oculta. Aquella noche cazaron los dos juntos y consiguieron comerse un conejo a medias. La hembra que, al igual que el Blanquino, dentro de la rígida estructura jerárquica de la lobada badielina no hubiera despertado al celo, iba despertando a él y esa fuerza la tuvo ya retenida un nuevo día al macho. El Blanquino la estimulaba con continuos lametones y juegos, y el olor penetrante de sus glándulas sexuales estimulaba cada vez más a la loba, hasta que ésta entró a su vez en plena excitación sexual. El aullido del lobo se transformó en dulce gemido y los dos jóvenes lobos no tardaron en juntar las cabezas y lamerse con suavidad los belfos. Finalmente se adentraron en la espesura, y el macho, tras muchos intentos fallidos, logró montar a la hembra para después de varias cópulas cortas llegar a una definitiva donde quedaron enganchados. Tuvo que llegar casi el día para que finalmente pudiera soltarse el macho.
Durante algunos días el hombre no vio al lobo, y fue después cuando los observó juntos.
—El lobo Blanquino ha encontrado hembra —comentó a sus compañeros en un descanso.
—Se la ha robado a la manada que lo expulsó —opinó otro cazador.
—El lobo grande la hará volver. No los dejará criar en su cazadero.
—El Blanquino camina cerca de nosotros y el lobo grande nos teme. Es muy listo ese lobo. Criará cerca de Tari y así protegerá a su camada —aventuró el joven guía.
La loba parió cerca del río. Durante todo el invierno la pareja se mantuvo muy cerca de los hombres, merodeando en las proximidades de la Roca. Sólo dejaron de seguirlos cuando se adentraban de lleno en el corazón de la lobada enemiga. Ahora los recelos volvían al lobo del Tallar y no ascendió más con la fila de hombres hacia los llanos. Gustaba más de los cazaderos a la espalda de la Roca donde los lobos badielinos no bajaban y todavía se sentía mejor cuando las partidas se adentraban en la estepa. Allí se mostraba cada vez más confiado cerca de los hombres, y el entendimiento en el avistamiento, acecho y acoso de las presas era cada vez más intenso entre los hombres y la pareja de lobos.
Al llegar la primavera, el tiempo de la hierba nueva y de las crías, la loba parió. El hombre de Tari lo dijo.
—La loba tiene cría. Estaba ya a boca parir. Ha buscado la lobera cerca del río. De ahí viene ahora el lobo. Siempre eligen un lugar con agua muy cerca para su madriguera.
La curiosidad le llevó a descubrir el enclave. Quiso hacerlo solo. Recordaba lo que había sucedido en su niñez y el ataque de los hombres con su fuego a los cubiles del Tallar, donde él había sido protagonista, y que ahora el lobo blanco era el único superviviente de todos los lobeznos. No quería que alguno de sus compañeros —no todos apoyaban aquel acuerdo con los lobos y que él les dejara siempre su parte de carne— quisiera hacer algo similar con lo que ya considera algo suyo. Sus lobos.
Los lobos habían elegido un lugar muy cerca del río, una cueva no muy honda en un pequeño talud, entre peñas rodadas que caían por una ladera hacia la corriente. El lugar estaba protegido por unos espesos zarzales y una maraña de matorrales y matojos. Los jabalíes que en algún momento tuvieron allí encames se habían abierto paso entre ellos con sus blindados corpachones y la loba había utilizado uno de aquellos túneles para acceder a la que creyó sería el mejor lugar donde parir a su primera camada.
El hombre de Tari localizó con cierta facilidad el lugar, aunque no quiso acceder a él ni molestar a la pareja. El Blanquino, con la tripa llena de carne se dirigió, nada más acabar una cacería con los humanos, en que éstos le dejaron su ración habitual de la presa, hacia el cubil, y el hombre vio cómo se detenía ante el túnel del zarzal por el que apareció la loba y con unos lametones estimulaba al macho a que regurgitara la comida.
Los lobeznos no aparecieron, y con ver las ubres de la hembra, el hombre se dio cuenta de que aún serían unas bolas negras, ciegas y que todavía mamaban. Lo harían durante toda aquella luna hasta que salieran de la madriguera y comenzaran ellos a comer carne. Por ahora la loba no se separaría de ellos excepto para ir a beber al río y el macho sería quien llevara el alimento para ella.
El hombre se retiró con sigilo desde donde había observado a los animales y en los siguientes días procuró que sus campeos de caza no se dirigieran a lugares demasiado alejados de donde los lobos criaban. De hecho, cuando en alguna ocasión se encaminaron a lugares extremos del cazadero —aunque el Blanquino, fiel a su cita, acudió al encuentro a comprobar que comenzaban a ascender hacia los llanos en alto—, volvió grupas y aquellos días cazó por su cuenta.
Había otras razones, aparte de la distancia excesiva. El lobo permanecía en enorme tensión porque sabía que en los sotos del río otro peligro acechaba a su camada. Desde el viejo —y ya nunca utilizado— paso de los renos por los Farallones Rojos hasta mucho más allá del monte de las Matillas, por cuyo pie el río penetraba en el valle, el lugar era territorio de caza de un viejo leopardo solitario. No frecuentaba demasiado la zona del cubil, porque el resabiado felino rehuía todo lo que podía el contacto con los hombres y aquel tramo lo visitaban demasiado. Pero los hombres caminaban de día y el leopardo era el señor de las noches. Cada cierto tiempo recorría casi por completo toda la margen del río, y el lobo, que conocía bien su presencia, temía que descubriera su guarida. Por ello permanecía alerta y todo lo cercano que podía, procurando, sobre todo en la noche, no alejarse demasiado.
El hombre de Tari también sabía del leopardo. En ocasiones cortaban su pista y encontraban su huella en algún terreno arenoso cerca del agua o restos de alguna de sus presas subidos en la horquilla de algún árbol. Procuraban no toparse con él. Los felinos grandes eran cada vez más escasos. Había algunos animales de los que el poblado tenía memoria que parecían haber desaparecido. Que no vinieran los renos como antes era algo que les apenaba, y seguían esperando que cualquier año volvieran a aparecer, pero que leopardos y leones no hicieran apenas acto de presencia era algo que no les disgustaba en absoluto. La vieja pantera del río era una sombra conocida de la que todos tenían noticia, pero que muy pocos se habían topado, aunque alguno sí la había llegado a ver en ocasiones muy señaladas.
Los lobos siguieron con su cría. La luna tocaba a su fin y el hombre hacía cuentas de que los lobeznos estarían destetados o a punto de hacerlo. Esperaba en cualquier momento ver aparecer a la loba sumándose a la cacería. Pero sucedió lo contrario. El lobo no fallaba a ninguna expedición de caza esperando a los hombres cerca del poblado en el amanecer, y el hombre de Tari se había habituado a esa compañía. Por ello, cuando dos mañanas seguidas el animal no se presentó a la cita, el hombre decidió coger rápidamente el camino hacia su cubil temiendo que algo pudiera haberles pasado a los animales y a sus cachorros.
Sus malos presentimientos se confirmaron nada más avistar el lugar donde se abría su madriguera. Los matorrales y el suelo guardaban la huella de una reciente y sangrienta pelea. Todo el pequeño claro ante el túnel que entre los zarzales se abría hasta la boca de la madriguera era el testimonio de una atroz batalla, con los arbustos y la hierba aplastados y el terreno revuelto y con rastros de pelo y de sangre.
El hombre de Tari descubrió de inmediato al culpable. La señal del leopardo era evidente. El felino había atacado a la camada y los lobos la habían defendido. Pero ahora todo era silencio en el lugar. Al escudriñar el sitio se percató también de que el agresor había intentado penetrar por el pasadizo y que allí había tenido lugar el combate más duro. Había incluso algún jirón de su piel moteada. Pero el animal se había marchado. Los lobos parecían haber desaparecido. El silencio era absoluto alrededor de la lobera.
Los hombres escucharon durante un buen rato y se afanaron en las huellas y los rastros alrededor de donde se había producido la batalla. Uno no tardó en dar una nueva:
—El leopardo se marchó aguas arriba. Va herido.
Y al poco desde la ribera llegó otra voz:
—Un lobo dando mucha sangre bajó hasta el río. Donde ha bebido dejó un charco. Luego no se ve huella. Quizás haya cruzado.
El hombre de Tari se decidió a saber lo que había pasado en la madriguera. Y para ello no quedaba más que un remedio. Lo que no había hecho de niño en el Tallar debía hacerlo ahora. Arrastrarse por el túnel y llegar al cubil. Era la única manera de comprobar la suerte que habían corrido los lobeznos.
Y la loba.
—La loba puede estar aún ahí dentro. El leopardo no se ha llevado a los lobatos. No hay rastro de ello.
El hombre de Tari dejó sus armas y se dispuso a adentrarse por el pasadizo entre las zarzas. La lucha entre los animales lo había agrandado, pero aun así tuvo que soportar las espinas. Sabía que podía encontrarse con los colmillos de la loba y que estaría entonces, tumbado e indefenso, en un serio peligro. Pero siguió avanzando. Por fin llegó a la puerta de la madriguera. Estaba muy oscuro y casi no veía nada, pero no hizo más que extender la mano y topó con un cuerpo peludo… y ya frío.
La primera intención fue retirarla, aunque de inmediato se dio cuenta de que ya no había peligro. El animal que tocaba estaba muerto.
Lo cogió de la pelambre y tiró con toda su fuerza. Pero le costó mucho moverlo ligeramente. Al final desistió. El solo no podía. Así que se arrastró de nuevo hacia atrás.
Cuando se levantó, sus compañeros vieron que tenía las ropas manchadas de sangre, de toda la que los animales habían dejado en el suelo del pasadizo.
—Un lobo, la hembra seguro, está muerto ahí dentro. Tapona con su cuerpo la boca de la madriguera. El leopardo no ha podido entrar. Las crías estarán dentro. Hay que sacarla. Dadme un tira larga de cuero. Se la ataré al cuello y luego la arrastraremos entre todos.
Volvió a repetir el hombre de Tari su maniobra y salió de nuevo. Tiraron y el cuerpo del animal se empezó a mover y finalmente se desatascó de la entrada y consiguieron arrastrarla, cuando apareció, comprendieron.
La loba estaba deshecha. Tenía abierta la tripa, destrozado el cuello y todo el pecho era poco más que una piltrafa sanguinolenta. Los ojos estaban saltados por las garras del felino y las orejas y el morro igualmente destrozados.
Pero el leopardo no había logrado penetrar en el cubil. Moribunda se había encostrado en la puerta y allí había muerto taponando la entrada.
—El leopardo vino. Los lobos combatieron. La hembra tapó el túnel y el macho Blanquino peleó fuera. Seguramente el leopardo consiguió entrar en el pasadizo, pero la loba le aguardaba y el lobo debía seguir atacándole los cuartos traseros. El leopardo mató a la hembra, pero el lobo le mordería por atrás y no pudo entrar. Al final se marchó. Pero el lobo tampoco ha podido meterse en el cubil. Los cachorros se quedaron atrapados dentro y ahí deben estar.
Entonces el hombre de Tari hizo una cosa que dejó perplejos a los demás. No porque se volviera a meter por el espinoso pasadizo que ya había destrozado sus ropas, sino lo que les dijo:
—Voy a por los lobeznos. Yo creo que ya tienen que comer carne. Deben de haber echado los colmillos de leche. Si comen, los podré criar.
Y así, uno a uno, los fue sacando de la madriguera. Aquélla no era nada profunda, y una vez quitada la loba únicamente con meter medio cuerpo dentro se llegaba al habitáculo donde se apelotonaban los lobeznos. Cuatro en total fueron lo que sacó, gimiendo y temblorosos. Los fue dejando en el suelo donde los otros hombres contemplaban cómo se tambaleaban sobre sus patas aún inseguras.
—Han abierto ya los ojos. Y comen, seguro.
—Ya lo creo que comen. Uno, al ir a echarle mano, bien que me ha mordido.
Al fin, con los cuatro metidos en el zurrón, el joven de Tari se reafirmó en su intención.
—Los llevaré a la Roca y les daré carne. Masticada como se la dan sus padres. Los criaré. El Blanquino nos ha ayudado y son sus hijos.
Los otros lo miraron con extrañeza, pero no dijeron nada. Al fin y al cabo, era cierto que un lobo cazaba con él y eso tampoco se había visto nunca. Sin embargo, todos pensaron que los cachorros se morirían.
Partieron hacia el poblado. Pero no habían salido apenas de la orilla del río cuando vieron que se acercaba el lobo. Cojeaba mucho de una pata delantera, que traía en vilo y sin poderla apoyar en el suelo, pero avanzaba hacia ellos. El hombre de Tari le gritó una llamada y le hizo gestos con la mano. Pero el lobo no se acercó demasiado. Nunca lo hacía del todo y ahora guardaba incluso más las distancias.
—Ha olido a sus crías, seguro. ¿No sería mejor dejárselas?
—No. El Blanquino está muy herido. Las cuidaré yo. Ya verás cómo él viene, detrás de nosotros y sus crías, hasta Tari.
El lobo del Tallar llegó más cerca que nunca de Tari, casi hasta el sendero que salía del portillo en las estribaciones del gran afloramiento de roca. Pero no subió. Se quedó abajo esperando, cerca de la gruta donde los hombres celebraban sus ritos y el chamán hacía sus conjuros. Allí, en un resguardo, exhausto y con la pala delantera derecha hinchada y tumefacta, se hizo un ovillo, reposó la cabeza en el suelo y espero.
El Blanquino había combatido al leopardo cuando éste llegó. Había sufrido sus acometidas y el desgarrón en el costado casi le había costado la vida. Tenía heridas por todo el cuerpo y no era menos peligrosa la de la pata. Allí, el felino le había clavado los colmillos y llegado al hueso. Pero no había conseguido quebrarla. Cuando el leopardo se había adentrado en el túnel, tras la loba que se había retirado presta hacia la madriguera, él lo había hostigado por atrás y atacado sus flancos obligándolo finalmente a retirarse.
Pero luego no había podido acceder a la madriguera donde estaban sus cachorros. Había pasado allí la noche entera, todo el día y la siguiente. Había bajado en alguna ocasión al río, y cuando los hombres llegaron, había descendido hacia un recodo donde se formaba un barrizal. Necesitaba del barro en las heridas. Cuando regresaba a su madriguera fue cuando aparecieron los hombres y los vio y olió a sus crías. El hombre de Tari las llevaba.
En la cabaña del hombre hubo protestas por los cachorros. La mujer vieja se negaba. Pero el hombre impuso su voluntad y la mujer joven fue la primera en plegarse a ella. La mayor, que criaba a un niño que aún no tenía los dos años, siguió rezongando y profetizando desgracias futuras para todos y en especial para su hijo, pero el hombre se mantuvo firme y, dando una voz, hizo callar a la hembra.
El hombre de Tari alimentó a los lobeznos, dándoles carne en pedazos pequeños o machacada. Y éstos se la comieron con ansia, estaban verdaderamente hambrientos, cuando se la dejaron en un rincón y nadie les molestó con su presencia. Después, el hombre bajó adonde había visto echarse al lobo. A él también le llevó un trozo de carne y, en un cuenco de calabaza, agua. Los dejó ambos a una distancia prudente de donde el animal estaba tumbado y se fue retirando hasta donde el lobo no pudiera verlo.
Pasó un largo rato, pero al fin el lobo se incorporó con dificultad y renqueando se acercó a la comida. El lobo comió de la carne y bebió del agua del hombre.
El joven de Tari hubo de discutir con el chamán, con el jefe y con algunos otros. A todos les sorprendía y pocos lo aprobaban. Pero los jóvenes lo apoyaron en su mayoría. Porque ellos iban muchas veces con él y habían sido testigos de cómo las cacerías con la ayuda del animal eran mucho más fructíferas. El hombre de su madre, el jefe del poblado, lo había comprobado igualmente, y acabó por aceptar que los cuidara. Él también pensaba que no tardarían en morirse o, si no, en escaparse en cuanto fueran un poco más mayores.
—En cualquier caso, si hacen daño a cualquiera en el poblado, los mataremos a todos.
En cuanto al lobo herido, quedó establecido que nadie lo atacaría. Había sido amigo de los hombres de Tari en la caza y nadie le haría daño. Muchos pensaron también que tampoco sobreviviría a las heridas y que, si quedaba cojo, no tardaría tampoco en sucumbir de todas formas.
Pero los cachorros no murieron todos. Tan sólo uno apareció a los dos días rígido y el hombre no pudo hacer otra cosa que tirarlo lo más lejos que pudo. No supo por qué, quizás alguna herida interna a resultas de la refriega que nadie había visto. Los otros prosperaron sin problemas. Y tampoco murió el lobo del Tallar. Curó de sus heridas, y poco a poco, aunque tardo mucho tiempo en hacerlo del todo, consiguió asentar la pata herida hasta que volvió a unirse, sin tardar mucho, a las cacerías con el hombre que lo había cuidado.
Porque ahora el vínculo se había anudado mucho más fuertemente. El hombre no faltó un día en dejar al lobo su agua y su comida. Al principio, a distancia. Luego, cada vez más cerca. Hasta que un día ya llegó junto a él y depositó todo a un palmo de su hocico sin que el animal se moviera. Se limitó a mirarlo fijamente con sus relucientes ojos oblicuos y pareció ir a fruncir el hocico y enseñar los caninos en un gesto de amenaza que quedó cortado antes siquiera de iniciarse.
El hombre se retiraba prestamente para que comiera, pero cada vez lo hacía menos, quedándose a esperar que el animal acudiera. Y era el lobo quien, al verlo bajar, salía cojeando a su encuentro.
Pero nunca entró en Tari. Llegaba hasta el portillo entre las rocas, pero de ahí no pasaba.
Ni siquiera cuando el hombre bajó un día con sus cachorros. Los tres se habían convertido en delgados lobatos y tenían que empezar a salir al campo. Se dirigieron hasta su padre y le olieron y lamieron todas las heridas. El hombre los contempló sonriente y hubo otros hombres que se asomaron para ver retozar a los lobeznos. El hombre dudó después qué hacer. Pero fueron los lobatos quienes decidieron. No habían comido, y cuando el hombre regresó hacia la cabaña, los jóvenes y hambrientos cachorros le siguieron. El hombre les daría carne como cada noche. Luego, saciados y al calor del fuego, jugarían. El niño que andaba por entre las pieles de la cabaña había encontrado en ellos sus mejores compañeros de diversión. Caían y se revolcaban los cuatro en confuso montón y ni al niño parecían importarle los arañazos que lucía por sus brazos y piernas ni a los lobeznos los tirones del pelo que el crío les pegaba. Risas, gritos infantiles, bufidos y aullidos sofocados se escuchaban de continuo en la cabaña. La madre ya se había acostumbrado a ver a su hijo todo el día con los cachorros del lobo, y desde el fuego, la joven pareja, el hombre de Tari y su hembra, que también estaba preñada, miraban cómo el hijo del hombre jugaba con los hijos del lobo y sonreía.
Pero el hombre de Tari, además, observaba. Ante el niño humano refrenaban con cautelosa prudencia sus acometidas y ante él o las mujeres la sumisión a una voz o un gesto era inmediata, pero entre ellos los lobeznos se entregaban a verdaderas batallas. El juego era algo más. Era un continuo medir y competir en fuerzas. Cada uno intentaba dominar a su hermano. Los lobatos, en sus continuas escaramuzas, iban luchando, estableciendo su jerarquía buscando convertirse en el dominante sobre el resto de la camada. Uno de ellos llevaba clara ventaja, mientras que la única hembra solía mantenerse alejada de los combates entre los hermanos. El joven de Tari los contemplaba y pensaba en su propia manada, en la manada de los hombres de Tari.
Temporal
El viento ruge entre las encinas y revuelve el sabinar frente a la Roca de Tari. La lluvia golpea el techo de la cabaña, y es un agua fría, muy fría, a un instante de la nieve. Nubes compactas, pesadas, plomizas, precedidas por avanzadas brumosas vienen por encima de la cueva de Nublares sobre la tierra extrañamente despacio, extrañamente lentas, sin aparentar inmutarse por las fuertes ráfagas del viento. El cielo está enteramente cubierto y no se vislumbran rayos diferentes de luz que anuncien algún resquicio en el compacto mar de nubes por donde vaya a abrirse un claro.
El temporal lo envuelve todo, lo moja todo, lo penetra todo. La vida se resguarda, se aquieta, se entierra y se encierra. Pero el hombre de Tari sabe que las perdices estarán acurrucadas y a cubierto y no tendrán ni una pluma mojada, y que a los conejos, en sus madrigueras, o entre lo espeso del aliagar, el enebro o el espartal, no se les mojará el pelo. Saldrán luego a dejar sus filas de huellas en la nieve. Estarán calientes en sus madrigueras. Como lo estará en su encame el jabalí, y el corzo arrebujado en el suyo. Protegidos del frío, de la lluvia, y hoy, de paso, también del cazador inmovilizado ante el temporal y la ventisca. El hombre de Tari acata la tregua con agrado y echa leña a su fuego.
Los lobos del Tallar se habrán hecho una rosca en la misma nieve y ésta será quien les proteja. El lobo amigo estará cerca de Tari y se habrá acurrucado en algún mínimo refugio, entornados los oblicuos ojos y con la cabeza protegida tras su propio brazuelo, esperando pacientemente que el viento deje de gemir y sea él quien aúlle llamando a la caza en la que hoy no participará el hombre.
Los hijos del lobo del Tallar tampoco irán. Están en la cabaña semisubterránea. El hombre los ha dejado entrar y desde un rincón también ellos se aprovechan de la llama. Son tres cachorros ya muy crecidos, cumplirán el año pronto. Pero aún tienen ganas de jugar, y después de que el hombre les haya echado de comer unas sobras en la puerta, sobre la nieve, entran de nuevo y vuelven a jugar con el hijo del hombre hasta que todos, los cuatro, lobatos y niño, se quedan dormidos, calentitos y arrebujados los unos y los otros en un confuso montón de suaves pieles y calor.